Produção Científica - Artigos e Capítulos

Ética, política y antropología de la praxis clínica

GRANZOTTO, R.L.; MÜLLER, M.J. \"Ética, política y antropología de la praxis clínica\\\". Cuadernos Gestalt. Castellón, Instituto de Terapia Gestalt de Castellón, n. 3, mayo 2013

DIFERENTES FORMAS DE PRAXIS CLÍNICA
El significante “clínica” es empleado en las más diferentes acepciones. Por esa razón, juzgamos pertinente, aun que se trate de un trabajo arbitrario, especular sobre un parámetro del cual pudiésemos diferenciar las prácticas clínicas en los días actuales, con la esperanza de así delimitar la singularidad de la propuesta clínica vehiculada por la teoría del self. Inspirados en el modo como Lacan (1964), Laplanche y Pontalis (1970), para citar algunos, buscan en la historia de la filosofía, matrices para comprender el uso freudiano de ciertas categorías metapsicológicas, recurrimos a los usos arcaicos de los significantes que definen las diferentes prácticas clínicas en los días de hoy. Pero, ¿Cuáles son las prácticas clínicas más expresivas en la contemporaneidad? ¿Qué matrices podemos asociar a ellas? Elegimos, como representantes de las prácticas más relevantes en la actualidad, la clínica dogmática, la clínica psicoterapeuta y la clínica psicoanalista, de la cual la terapia Gestalt es una versión crítica. La primera, más difundida y explícitamente asociada a la práctica médica, se remonta a Hipócrates (460 – 377 a. C., Isla de Kós). La segunda, no menos conocida, más relacionada a la práctica de los psicólogos, asistentes sociales y pedagogos, se remonta a los antiguos terapeutas de Alejandría en el primer siglo de nuestra era. La tercera, inventada por Freud (1905d), tiene como característica la puntuación de la presencia de un elemento desviante en las conductas y en los dichos de sus pacientes, lo que de alguna manera recupera —según admiten algunos psicoanalistas - la noción epicureista de clinamen. Y aun que nuestras articulaciones conceptuales no pasen de ficciones filogenéticas, ellas nos ayudarán a divisar la peculiaridad introducida por la teoría del self en la comprensión del sentido ético, político y antropológico de la práctica clínica como praxis del desvió en el interior de una Gestalt.

CLÍNICA DOGMÁTICA
Comencemos levantando algunos elementos sobre la clínica dogmática. Como sabemos, Hipócrates diferenciaba el Iatrós, o sea, el médico, del Klinikos, el médico que atiende junto al lecho (Kliné) los enfermos en cama, en una asistencia que se hace a partir de un Pharmakón, expresión que puede designar, conforme con Dutra (1998), tanto un remedio cuanto un veneno, o incluso, el lenguaje, en un sentido figurado (de acuerdo con Platón, 427 a 347 a. C. en la obra Fedro, trad. 1975). La clínica aquí concebida se define por el ejercicio de un saber, en beneficio de alguien pasivo o supeditado en virtud de una enfermedad o probación. El blanco de su intervención no es exactamente el sujeto —entendiéndose por sujeto, por ejemplo, al protagonista de un acto libre—, antes una parte o función implícita a un todo regular que, por una causa determinada, no responde como debería responder. En este sentido, el objeto de la intervención clínica no es la persona que siente dificultad respiratoria, sino el sistema respiratorio que en esta persona funciona de modo anormal. Tal implica, entre otras cosas, que el clínico actúa siempre con base en un concepto de normalidad, que cumple para él la función de dogma, y en relación al cual la enfermedad o molestia consiste en un desvío. La principal orientación de la clínica dogmática se fundamenta en la repetición de los protocolos que, en otras ocasiones, obtuvieron éxito para restablecer la normalidad, en especial la anatomofisiología. Y aun que esa clínica tenga su origen en la práctica médica, no está reducida a ella, pues, en la calidad de ejercicio de un saber en beneficio de quien de él está necesitando, es una metodología practicada por diferentes oficios además de la medicina, como la enfermería, la pedagogía, la abogacía, o la psicología. Y, como tal, se trata de una metodología de extrema importancia para la conservación de la normalidad y el perfeccionamiento de los sistemas funcionales, sean ellos vitales o espirituales.

CLÍNICA PSICOTERAPÉUTICA
Ya la clínica psicoterapéutica tiene otra procedencia. Si es verdad que está inspirada y tiene su base en la clínica dogmática, a diferencia de esta, ella se ocupa de acoger y resolver problemas de la vida práctica y sentimental de los sujetos, tengan ellos patologías orgánicas o no. Se cree que esa práctica surgió entre el lago Mareotis y el mar Mediterráneo, en Alejandría, en Egipto, en el primer siglo de nuestra era, donde vivía un grupo de judíos que se llamaban “terapeutas”. De acuerdo con el filósofo y rabino griego Filón de Alejandría (10 a.C. -39 d. C.), los terapeutas intentaban sintetizar la religión judaica en los principios de la filosofía estoica, fundamentada en la suspensión de los sentidos en provecho de la alegría formal. Practicaban un tipo de ascesis espiritual vuelta para el rescate y el cultivo de valores ancestrales, lo que se revela, incluso, en la etimología de los términos de ahí originados: therapeia = cuidado religioso; thérapeutris = religiosa; thérepeutikós = aquel que presta cuidados a un dios, que puede ser un maestro o el propio deseo. En las palabras de Filón de Alejandría, citadas por Leloup (1998), los terapeutas serían filósofos cuya profesión era superior a la de los médicos, pues la medicina que era común a las ciudades de aquella época “solo cuidaba del cuerpo, mientras la otra cuida también del psiquismo (psukas), preso por estas enfermedades penosas y difíciles de curar que son el apego al placer, la desorientación del deseo, la tristeza, las fobias, las envidias, la ignorancia, el desajuste a lo que es la multitud infinita de las otras patologías (pathon) y sufrimientos”. Los terapeutas, así, se proponían una medicina “superior”, orientada no por el cultivo al cuerpo o a las divinidades de madera o de piedra (como consideraban ser las divinidades egipcias y griegas), sino por el culto a un dios único, impersonal, tal como es descrito en las escrituras de la tradición judaica. Según Caldin (2010, p. 32), se dedicaban a tres tipos de actividades: a) cuidar de las patologías orgánicas (pathon); tratar del sufrimiento consecuencia del apego al placer y de la desorientación del deseo; c) cuidar de las fobias consecuencia de las persecuciones religiosas y políticas.
Rescatada siglos más tarde por el jasidismo judaico ¬—que, al contrario del judaísmo talmúdico, propio de los rabinos y de la esfera intelectual, busca promover la cara mística de la espiritualidad, diseminando entre los judíos la mística piadosa como un elemento esencial de su fe—, la práctica terapéutica fue paulatinamente asociada a las actividades místicas y artísticas promovidas por las comunidades judaicas. Esta asociación con el arte acabó por desvincular la terapia de las matrices religiosas, originándose de ahí la asociación de la práctica terapéutica; en los días de hoy, hay una serie de actividades laicas, también conocidas como existencialistas —complementarias a la clínica médica o dogmática—, y cuya meta final es ayudar a las personas a resolver conflictos sentimentales consecuencia de situaciones prácticas (como muertes, separaciones, desavenencias, etc.). Aunque la terapia no esté vinculada a un ideal (religión, doctrina filosófica o programa estético), es frecuente que los terapeutas se sirvan de los motivos (antropológicos, religiosos, filosóficos, políticos, entre otros) de los sujetos para, así, discriminar las soluciones sentimentales adecuadas.
A partir del momento en que pasó a ser reclamada por la psiquiatría y, sobre todo, por la psicología, la práctica clínica de los terapeutas mereció un tratamiento más dogmático. He ahí el nacimiento de la clínica propiamente “psicoterapéutica”. Los psiquiatras y psicólogos prestaron a la terapia una serie de modelos psicológicos relativos al comportamiento humano y a otras tantas funciones psíquicas, como si las intervenciones terapéuticas debiesen estar respaldadas en aquellos modelos. En cierta medida, con los psiquiatras y psicólogos, la clínica de los terapeutas se aproximó de la clínica dogmática, con la diferencia de que el dogma seguido por los psicoterapeutas no proviene prioritariamente de las ciencias biológicas. Aún así, tal como en la clínica dogmática, las intervenciones de la clínica psicoterapéutica objetivan restablecer aquellas funciones que, de modo dogmático, los modelos psicológicos juzgaron adecuados a los valores de la comunidad.

CLÍNICA PSICOANALÍTICA
La clínica psicoanalítica, a su vez, es una praxis pensada con base en el significante “desvío”, lo cual fue utilizado por Freud (1905d) para definir el principal objeto de sus investigaciones, la pulsión – si es que podemos considerarla un objeto. En otras palabras, la praxis clínica psicoanalítica está directamente relacionada a la forma como Freud (1905d) entendió la pulsión, como un desvío en relación a la naturaleza (o instinto), lo que vale decir que, en algún sentido, la clínica de Freud se caracterizaba por el escuchar a aquello que hace derivar, esto es, por escuchar la pulsión. Es por eso que los comentaristas de Freud atribuyen tanta importancia a la noción de desvío y, para entenderla muchos de ellos recurrieron a la historia de la filosofía, lo que los hizo depararse con el tratamiento epicureísta destinado a la noción de desvío como clinamen: átomo productor de desorden, desequilibrio y desconstrucción . En alguna medida, la pulsión sería como el clinamen, y la clínica psicoanalítica correspondería a la escucha al que hace derivar.
Fue Lucrecio (94-95 a.C.) quien introdujo el término clinamen para explicar la ocurrencia de una instancia ontogenética atómica que, en vez de firmar un principio, representa la negación de cualquier principio, la persistencia de un elemento desviante originario, productor de caos. Clinamen, para Lucrecio (trad. 1988), es una espontaneidad desviante que exige la recreación de todo; es lo que es extraño, idiosincrático, un tipo de conducta (habitual) que no se integra a la cultura dominante – noción esta que es casi sinónima de otra expresión, conocida como parenklesis, y también significa desvío, habiendo sido propuesta por el gran inspirador de Lucrecio, Epicuro (341-271 a. C.), para quien debemos admitir la existencia de una partícula desviante que explicaría la contingencia y la libertad . Según Epicuro, parenklesis es lo que viene a romper, en el plano de la física, con la idea de la regularidad mecánica, introduciendo la noción de contingencia; o romper, en el plano de la acción, con la noción de necesidad, introduciendo la noción de arbitrio. Diferentemente de la noción de parenklesis, la noción de clinamen no tiene la finalidad moral de explicar las conductas desviantes o la libertad en el interior del orden (lo que viene a dar en lo mismo) . Para Rosset (1989, p. 149), clinamen se refiere antes a la “casualidad como la llave de todas las ‘divisiones’ naturales. En la medida en que es el clinamen, principio de la casualidad (esto es: ausencia de principio), que hace posible todas las combinaciones de átomos, resulta que el mundo, en su conjunto y sin excepción es obra de la casualidad”. El clinamen, por lo tanto, no es un átomo que se salió de la plomada, sino la ausencia de plomo para el átomo originario.
Muchos siglos más tarde, al romper con la clínica médica y con la clínica psicoterapéutica, Freud (1895) propuso una práctica vuelta para la escucha e interpretación “de eso” que, tal cual clinamen, opera como ausencia de principio, desorden originario: pulsión. Y, ¿Qué es lo que debemos entender por pulsión? En el texto La pulsión y sus vicisitudes, Freud (1915b, p. 15) dice que la “teoría de las pulsiones es, por así decirlo, nuestra mitología. Las pulsiones son entidades míticas, magnificas en su impresión”. Y la definición más estable que Freud entrega respecto de ellas está basada en la noción de Gestalt aprendida de su profesor Franz Brentano (1874). Para este, Gestalt es un todo indeterminado que se forma espontáneamente en el umbral de lo somático y de lo mental como una especie de anticipación intuitiva al pensamiento y a la acción, posibilitando que lo consideremos un objeto legítimo de forma independiente de su ocurrencia física . Ese todo no puede ser conocido o controlado, solo reconocido a posteriori con los efectos que desencadenó. Luego, una atención clínica a las pulsiones no es otra cosa sino una escucha dirigida a los efectos que se dejan reconocer con relación a la co-presencia temporal de una Gestalt. Como ilustración de los efectos producidos por Gestalten, Freud menciona la presencia (imposible de interpretar) de la fórmula de la trimetilamina en el sueño que tuviera respecto de su paciente Irma (Freud 1900); la destructividad que caracteriza el par sadismo-masoquismo (Freud, 1924b), o la compulsión a la repetición, la cual “rememora del pasado experiencias que no incluyen posibilidad alguna de placer y que nunca, incluso de largo tiempo, trajeron satisfacción, inclusive para impulsos pulsionales que desde entonces fueron recalcados” (Freud, 1920, p. 34).

CLÍNICA GESTÁLTICA
En la evaluación de PHG , hay un gran mérito en la concepción de clínica formulada por Freud, que es el hecho de que ella privilegie la acogida al desviante pulsional (clinamen), y no al atendimiento a las expectativas de la sociedad formuladas en los dogmas y en las ideologías. Aun así, para PHG, Freud no consiguió mantenerse totalmente distante de las posturas dogmáticas. Y no por haberse servido de ellas como teorías de la personalidad o egologias formuladas en tercera persona, desvinculadas de la praxis de escucha a los sujetos en el diván, como fue acusado por George Politzer (1912) y, en la senda de él, casi todos los filósofos franceses de la década de 1940, como es el caso de Jean-Paul Sartre (1942) y Merleau-Ponty (1945) . PHG no comparten la evaluación según la cual Freud contaminara la noción de pulsión con las características de los objetos formulados por las teorías científicas de las cuales se sirviera, pues Freud sabía que la pulsión no es un objeto en el mismo sentido en que lo son las neuronas (sugeridos por Wilhelm Waldeyer en 1891) y las mediciones cuantitativas de los procesos de resonancia fisiológica (investigados por Herbart y Fechner alrededor de los años de 1820, como aclara Ernst Jones, 1960, p. 383-5). Si hay algo en Freud que pueda ser censurado, tal está relacionado al hecho de no haberse resistido a conferir a las pulsiones una especie de función ontogénica, capaz de explicar no solo los fenómenos clínicos (como los diferentes tipos de síntomas, los actos fallidos, los chistes), sino también los fenómenos civilizatorios más complejos (como el malestar de la humanidad en torno a temas como el tabú, el genocidio, la culpabilidad), así como algunas características culturales (como la estilística de ciertos artistas y escritores), como si el destino de las organizaciones y de las acciones humanas estuviese para siempre marcado por un elemento desviante que los haría malograr. En especial en sus textos de contracultura, Freud (1939) infló la noción de pulsión, como si tal contraprincipio desviante pudiese ser utilizado como llave interpretativa de los diferentes conflictos y vulnerabilidades vividos por la humanidad.
Contra esa forma de operar con las pulsiones, Fritz y Laura Perls proyectaron la consecución de una profunda reforma en la metapsicología freudiana, considerando el hecho de esta permanecer presa en un modelo —si no dogmático al menos escatológico— que no considera aquello que, en la evaluación de Fritz Perls, era el principal descubrimiento clínico de Freud, precisamente: la inalienabilidad de las pulsiones entendidas como esa orientación desviante que se manifiesta a partir de mi pasado, como mi paradojal forma de ligación con el mundo presente. En razón de esto, ya en 1942, Fritz y Laura Perls (Perls, p 44) sintieron la necesidad de ajustarse a los efectos presentes de las pulsiones, como si la “concentración” en el presente, en aquello que “obviamente” estuviese sucediendo, cumpliese mejor la tarea de acogida a la manifestación de lo que fuese extraño, de lo que fuese desviante. La consecuencia de esa praxis fue que Fritz y Laura Perls comprendieron que la pulsión no corresponde al todo de una Gestalt, sino apenas a un aspecto en un campo de diferenciación – y no la matriz de la cual todas las otras dimensiones se derivarían.
Así, no se trata, para tomar un ejemplo, de decir con Freud que lo desviante pulsional se desdobla en “yo” y, después, en “superyo”. Si el desviante pulsional es la forma radical de manifestarse el íntimo en las relaciones de campo, la percepción de la intimidad depende de que el desviante esté “apoyado” en otras dimensiones, de las cuales se diferencia, o junto a las cuales produce efectos. O, entonces, la pulsión solo puede mostrar sus efectos en las otras ocurrencias de las cuales se diferencia. Y, así, si es verdad que la clínica debe poder ser una acogida a lo que produce desvío, tal acogida solo es posible en la medida que podamos operar diferencias, operar desvíos en relación al propio desviante. Es en este punto que Fritz y Laura Perls, ahora amparados en la lectura fenomenológica-pragmatista establecida por Paul Goodman , desenvolvieron algo ya evidente en Yo, hambre y agresión, a saber, que las Gestalten son ocurrencias temporales, en las cuales podemos divisar tres direcciones, tres orientaciones intencionales: el fondo habitual, los actos presentes y el horizonte fantasmático . Y más importante que esa distinción fenomenológica —la cual PHG denominaron de teoría del self— es el reconocimiento de que, en la práctica clínica, importa el ejercicio del desvío de una orientación a otra. Además de que esa práctica facilita la visualización de los efectos de las pulsiones, cuando hubiese tales efectos, ella da derecho de ciudadanía clínica a las otras dimensiones, sin con eso inflar el trabajo del profesional, ahora sin obligación de inferirlas de la primera. De alguna manera, en los términos de la teoría del self, la clínica amplia su foco de atención volviéndose no solo al desviante (clinamen), sino también al carácter antropológico de las acciones presentes y al sentido político de los fantasmas con los cuales cada cuerpo busca simbolizar su posición en el flujo de una sesión a otra. No solo eso, PHG rehabilitan la idea epicurista del desvío como parenklesis, posibilitando que definamos la clínica gestáltica como la práctica de la transposición de una dimensión a otra, lo que incluye la dimensión eminentemente desviante, que es el fondo habitual como clinamen. Es así que podemos definir la clínica gestáltica como esa articulación entre una conducta desviante (parenklesis) y la tolerancia a lo que se desvía.
Pues bien, esa atención desviante (sea en la dirección de lo que hace desviar, en la dirección de nuestras identidades compartidas o en la dirección de nuestros deseos) recuerda, a su vez, la práctica de la parresia propuesta por los cínicos griegos. Conforme con Diógenes Laércio (trad. 1977), parresia dice relación a un derecho político del ciudadano griego y latino, semejante a la libertad de expresión, por medio de la cual él reclama una ocasión para expresar libre y simultáneamente su devoción a las leyes y sus idiosincrasias. Para los cínicos griegos, como Diógenes de Sinope (424 – 323 a. C.) , hay que admitir que todos nosotros, al mismo tiempo que nos favorecemos de las leyes, somos también ilícitos, motivo por el cual debemos poder reclamar los unos de los otros la tolerancia a la ambigüedad en cada uno. De esta noción se desprende que los cínicos, aun que admitiesen vivir en la ciudad y se propusiesen defenderla de los tiranos, buscaban desembarazarse de todas las convenciones e instituciones que tienden a rigidizar el pensamiento, o sea, a sofocar las idiosincrasias. Contra las posiciones radicales (como la del dogmático que cree que debemos someternos a las leyes de la ciudad, o la del escéptico que prefiere abandonarlas), la parresia cínica busca reclamar el derecho a la ambigüedad, a la posibilidad de que los ciudadanos comunes, en algún momento, puedan hacer carnaval.
He ahí, entonces la clínica gestáltica. Se trata de la atención no dogmática y no normativa a las diferentes posibilidades de desvío (parenklesis) que se presentan a un sujeto de actos en la actualidad de la situación, lo que incluye la manifestación de un desviante (clinamen), de una normalidad o legalidad antropológica y de un deseo político. Lo que hace de las intervenciones clínicas gestálticas una especie de denuncia reveladora (cual parresia cínica) de la ambigüedad fundamental inherente a nuestras relaciones complejas en la naturaleza y en el mundo humano.
Ha de mencionarse, como un uso relevante a la comprensión del estilo, la forma como Michel Foucault se ocupó de definir la función de la clínica médica después del siglo XIX. Él empleo el término “clínica” como producción capaz de ejercer la crítica de las prácticas y políticas terapéuticas vigentes. Más allá de los análisis de Canguilhem (1943) sobre las transformaciones sufridas por la práctica médica como consecuencia de la adhesión a las ciencias naturales, Foucault buscó mostrar, en la obra El nacimiento de la clínica (1963), la importancia crítica desempeñada por la clínica médica. Para él, hay una flagrante discontinuidad entre: a) el conocimiento médico de la Edad Clásica (siglos XVII y XVIII), el cual tenía como tónica la representación taxonómica y superficial de la enfermedad como ilustración de un saber dogmático; y b) la medicina clínica (practicada a partir del siglo XIX), cuya preocupación era localizar la enfermedad en el espacio corpóreo individual. Tal discontinuidad se explica, en parte, porque la medicina clínica se asoció a las diferentes disciplinas científicas. Pero no solo por eso. Al contraponer los discursos científicos al criterio del éxito en la terapéutica de los cuerpos tratados, la medicina clínica sometió aquellos discursos a un tipo de crítica que tiene antes un sentido ético de que epistémico. La clínica, en consecuencia, más que un espacio de aplicación de un saber, es un espacio de crítica de esos saberes.
En esta dirección, debemos ahora preguntarnos en qué medida la teoría del self responde a la exigencia de una clínica gestáltica, bien como hasta que punto ella es capaz de someterse a la crítica.

PRESENCIA Y FUNCIÓN DE LA TEORÍA DEL SELF EN LA PRÁCTICA CLÍNICA GESTÁLTICA
La teoría del self no es una producción que pueda ser considerada científica y, en este sentido, dogmática. Tampoco puede sustituir la experiencia de formación de un clínico gestáltico, la cual se hace por medio de un riguroso proceso clínico, suceda él en un grupo o en la clínica de a dos. ¿Cuál es, por lo tanto, la relevancia de la teoría del self para la clínica gestáltica en los días de hoy?
No se trata de una cuestión simple, al final, esta teoría pretende una elaboración en el límite de la práctica clínica y de la reflexión teórica. Por un lado, ella debe reconocer el primado de la vivencia del contacto en el contexto clínico. Por otro, debe poder elaborar la vivencia del contacto sin reducirla a la condición de ilustración de una teoría. Es por esta conjunción que surge nuestra comprensión de que la teoría del self, en verdad, es la ofrenda que el clínico, en cada sesión, da al sacrificio en provecho de las elaboraciones que el consultante pueda hacer respecto de su propia vida. Atento a las dimensiones inactuales que, en la actualidad de los contenidos (función personalidad), se anuncian como horizonte de pasado (función ello) y de futuro (función de acto), el clínico presume una dinámica temporal que consiste en la repetición de un hábito (excitación motora o lenguajera) en la forma de una creación fantasmática (deseo), frente a la cual él es invitado o no a ocupar un lugar. Ávido por encontrar ese lugar (que corresponde a su propio deseo), el clínico constantemente se ocupa de operar un desvío en la atención del consultante a fin de que este pueda migrar de los contenidos para la forma como él mismo busca repetir lo que ni siquiera él —tampoco el clínico— sabe lo que es. Esto significa decir que, después de la constatación, en sí mismo, de un sentimiento incipiente, de una movilización, placer o relajamiento, el clínico se ocupa de producir, en el consultante, algún efecto que este pueda elaborar más allá de las verdades a las cuales esté sometido, identificado o en conflicto. En última instancia, el terapeuta Gestalt nunca tiene control sobre la elaboración que el consultante pueda hacer respecto de lo que sucede consigo mismo durante el proceso clínico. El saldo de una sesión nunca es la ratificación de aquello que el clínico pudiese presumir a partir de su mirada para las funciones y dinámicas inherentes a la vivencia clínica. Aun así, las ocurrencias clínicas protagonizadas por los consultantes —¬mudanzas de postura, transformaciones en los contratos sociales, construcción y desconstrucción de teorías sobre sí mismo y, fundamentalmente, la repetición de significantes que no tienen el menor sentido¬— confirman al clínico que muchas cosas pueden estar sucediendo. O, incluso, confirman que las diferentes funciones (id, acto y personalidad) pueden estar operando. Y la tarea del clínico, en este momento, es dar condiciones para que las funciones puedan producir efectos, en sí y en el (los) consultante(s), objetivando favorecer los diferentes tipos de desvíos que puedan ser operados de una función a otra.
Por otra parte, la posibilidad de percibir el campo clínico bajo diferentes perspectivas, pudiendo desviarse de una a otra, es la principal virtud de la teoría del self para la práctica clínica en los días de hoy. Es tal posibilidad que faculta a la práctica clínica gestáltica a ofrecer algo distinto de la praxis dogmática o normativa, u ofrecer una alternativa a las prácticas ancladas en la transmisión de un saber o en el servicio a un ideal, como son las prácticas clínicas médicas y las practicas clínicas psicoterapéuticas (aun que consideremos que, en muchos contextos, estas dos sean extremadamente adecuadas, como lo es la clínica médica para quien convalece de hepatitis C, o como es la clínica psicoterapéutica para quien desea hacer una evaluación de competencia funcional). Por dirigirse a un sujeto distinto, que es el sujeto que opera con aquello que se manifiesta como un extraño, por considerar —amparada en la teoría del self— que la presencia del extraño se manifiesta en, por lo menos tres dimensiones no coincidentes, la clínica gestáltica no sigue protocolos ni busca alcanzar metas. Ella cree que podemos comprender cada acto (sea él, por ejemplo, una demanda, una formación reactiva, o un síntoma) de tres puntos de vista distintos, lo que puede favorecer la ampliación de la autonomía del consultante para decidir qué hacer o cómo entender lo que de extraño esté aconteciendo con él. De esta manera, en virtud de la teoría del self ser considerada tan solamente un marco teórico, el clínico puede puntuar, en un decir del consultante, tanto el afecto (que en este se expresa o no) cuanto a los proyectos (que aquel decir abre), bien como las identificaciones antropológicas implícitas a los contenidos semánticos formulados en aquel decir.
Y, por cuanto cada una de esas dimensiones es distinta, como entre ellas solo se pueden admitir relaciones de figura y fondo, jamás de causa y efecto, o de complementariedad, por cuanto las relaciones gestálticas son totalidades abiertas, irreductibles a una significación total, tal forma de apuntar las relaciones clínicas impide cualquier suerte de interpretación totalitaria o posición de verdad que el clínico pudiese reclamar frente al consultante. Por causa de la triple forma de mirar las vivencias en la actualidad de la situación, la teoría del self faculta a los clínicos a permanecer advertidos contra el dogmatismo y la normatividad, invitando a los consultantes al ejercicio del riesgo, al riesgo de la interpretación, del experimento, de la osadía, del equívoco, de la desorientación y de la tolerancia.

LA PRÁCTICA DEL DESVÍO SEGÚN LA TEORÍA DEL SELF
La práctica del desvío, concebida por medio de la teoría del self, es una dinámica figura/fondo. Usando un conjunto de representaciones sociales (función personalidad) compartidas por el clínico y por el consultante, cada uno puede tomar la decisión de permanecer encerrado en ese dominio, o desviarse rumbo a otra manera de considerar lo que esté sucediendo en el aquí y ahora de la relación clínica. Le puede ocurrir al clínico, por ejemplo, que las representaciones articuladas por el consultante tracen mucho más que una historia pasada, o sea, anuncien también una intención secreta, un proyecto tácito por el cual el consultante trabaja sin darse cuenta de él. Si acaso diese a conocer al consultante esa percepción, el clínico operaría un desvío rumbo a la función de acto, al dominio de las fantasías que, de modo irreflexivo, el cuerpo hablante del consultante articulara. Pero si al clínico le llamase más la atención la sorpresa, la rojez, la contracción postural del consultante ante las interpelaciones que le fueron dirigidas, si al clínico le interesase más amplificar el afecto que entonces se reveló, por cierto estaría operando un desvío rumbo a la función id. En cada uno de los casos, lo que está siempre en cuestión es la fuerza de la dimensión que se hace figura, sea al clínico o al consultante.
Una dimensión puede figurar por revelar una vulnerabilidad . Una vulnerabilidad antropológica, como el luto, la enfermedad somática, una emergencia, o desastre, por ejemplo, puede traer al primer plano la función personalidad; una vulnerabilidad política, como la incapacidad de hacer frente al deseo ajeno, puede sacar a la luz a una ansiedad implícita a la función de acto; o una vulnerabilidad ética, como la angustia frente a un requerimiento, puede revelar la ausencia de la función id. Pero también puede una dimensión figurar por revelar una intensificación del flujo de energía (awareness). Así, un acto fallido puede llevar al clínico al fondo de excitación (función id); la espontaneidad del habla puede traer al primer plano la efectividad de una acción (función de acto); o la luminosidad de la sonrisa puede remitir al clínico a un sentimiento (función personalidad). Y, si es verdad que la dimensión que venga a figurar ni siempre es resultado de una elección del clínico o del consultante —dado que las dimensiones pueden simplemente imponerse—, también es verdad que en cada una de ellas el clínico desempeña un papel diferente.
Como vimos más arriba, para la teoría del self la presencia de un afecto es siempre indicación de la presencia de una excitación. Dirigir nuestra atención a él, por medio del afecto, constituye la más elemental de las operaciones de desvío, el desvío rumbo a la función id. Se trata, en verdad, de una experiencia de desvío en dirección a aquello que de más extraño pueda estar sucediendo en la actualidad de la situación. O, incluso, se trata de la acogida al extraño, él mismo, se manifieste él como hábito motor o hábito lenguajero. Es ese el sentido ético de la práctica clínica gestáltica, el desvío rumbo a la/en favor de la manifestación del “otro”, de la manifestación de esa alteridad extraña en el umbral de las acciones del clínico y del consultante. Esa manifestación del otro, a su vez, despierta en los interlocutores, más allá del afecto desencadenado, un horizonte presuntivo de entendimiento, como si ambos fuesen convocados a producir, para el otro revelado, un sentido o finalidad (función de acto). De ahí en adelante todo pasa como si el clínico y el consultante compartiesen la tarea de encontrar, para ese misterioso sujeto revelado como afecto, una manera de domesticarlo, dominarlo, someterlo a un tipo de control, la que llamamos de fantasía. Se inaugura, en el seno de la experiencia clínica, la dimensión política. Ella no es más que un conjunto de creaciones por intermedio de las cuales el clínico y el consultante buscan un sentido para eso que no tiene sentido, esto es, lo otro. Y el trabajo de desvío en relación a lo que pueda dar sentido a las excitaciones no es sino un trabajo político, una tentativa compartida de ejercer un poder, un saber sobre lo extraño (lo otro) que se manifestó.
Y aunque ningún sentido pueda, de hecho, captar lo que surgió (entre el clínico y el consultante) como lo otro, aunque ninguna fantasía sea suficientemente poderosa para acoger y significar lo que haya desencadenado, en el umbral del contacto entre los interlocutores, un afecto, aún así, para las experiencias siguientes, los esfuerzos para entender generaran un tipo de patrimonio de significaciones, de las cuales los interlocutores siempre podrán servirse (función personalidad). A cada nueva sesión, los discursos de las sesiones anteriores restarán como “marcos”, como fortunas críticas siempre a disposición de los agentes que de ellas se servirán para producir, en el futuro presuntivo, nueva tentativa para entender eso que no para de mostrarse como lo que no podemos entender, esto es, lo otro como afecto. Pero no solo eso: los discursos de las sesiones anteriores y de tantos otros contextos en que el consultante se ocupó de ver si entregaban un sustento de convivencia, de humanidad, mediante el cual, clínico y consultante podrán comunicarse de modo horizontal y recíproco. He aquí, en fin, la dimensión antropológica, el histórico de las tentativas malogradas para aprehender, en el campo del sentido, lo que no se deja aprehender. No obstante no poder asegurar el entendimiento respecto al que es lo otro, el conjunto de tentativas antiguas entrega una especie de espejo social (otro social) frente al cual cada acción actual podrá encontrar una especie de doble, de identidad. Desviarse para esa dimensión humana es un trabajo de cuidado antropológico, cuidado dirigido a la humanidad compartida por el clínico y por el consultante.
De donde se sigue, en fin, que podemos vislumbrar, para cada tipo de desvío operado en el campo clínico, una tarea específica desempeñada por el profesional. En la acogida ética al extraño, en el trabajo de desvío rumbo a la función id, el clínico opera como analista – analista de la forma según PHG (1951, p. 46). Es la tarea ética de distinguir “lo otro” (como modo, como forma) de los contenidos ya determinados (de las historias contadas por los consultantes) y de los proyectos políticos (que los consultantes ostentan frente a aquellos con quienes conviven o en quien se reflejan), para así acogerlo tal como él se muestra, como una presencia anónima y misteriosa. En el trabajo político de acogida a aquel que opera maniobras en su deseo, en su modo de lidiar con lo otro frente a la comunidad, el clínico ocupa, a su turno, la función de terapeuta, de aquel que sirve y ayuda en la producción de una acción, de una transformación. Ya cuando el clínico se ocupa de acoger y valorizar las diferentes identificaciones de los consultantes a las construcciones que constituyen para estos sus historicidades biográficas, él desempeña un cuidado antropológico. O, entonces, el clínico es ahora un cuidador, un cuidador de los vínculos diversos que los consultantes producen en relación a las historias, a los valores, a los pensamientos y a las instituciones que configuran para cada cual una forma de ver la sociabilidad. Resumiendo, del punto de vista ético el clínico es el analista de las formas por las cuales lo otro se manifiesta; del punto de vista político, él es el terapeuta, el auxiliar en la construcción de los deseos con los cuales los consultantes operan con lo otro en el campo del deseo; del punto de vista antropológico, es el cuidador, el interlocutor solidario en el compartir de los sentimientos, de los valores, de los pensamientos y de las instituciones que constituyen la identidad social del consultante y de sus grupos de referencia.

EL DESVÍO ÉTICO Y EL CLÍNICO COMO “ANALISTA DE LA FORMA”
Ética, como comentamos en ocasiones anteriores (Müller-Granzotto y Müller-Granzotto, 2007, 2012), dice relación no solo a la posición que adoptamos frente a la leyes, normas y costumbres de una comunidad. En su uso más arcaico, ética también significa la morada o el abrigo que ofrecemos a aquel o a aquello que, de otra manera, no tendría lugar. Se trata de una actitud de acogida al extraño, independientemente del origen, del destino o de las convicciones que posea. Apoyándonos en la terminología empleada en la teoría del self, denominamos a ese extraño de función id (o lo otro trascendental, conforme a la terminología que pedimos prestada de Merleau-Ponty). Y, por función id, entendemos el fondo impersonal de hábitos compartidos de manera no representada por los diferentes cuerpos (o sujetos agentes) en un contexto específico, no relacionado a otros. Incluso, aunque el extraño sea frecuentemente exigido, a punto de manifestarse como dimensión afectiva de la experiencia, el reconocimiento de su presencia no es un trabajo simple. De modo general, el lo otro está pugnando con representaciones sociales, ceremoniales lingüísticos y comportamentales que lo intentan proteger, esconder o separar. O, incluso está disimulado en la propia dificultad (resistencia) que el clínico experimenta frente a determinados asuntos. Este es el motivo por que la atención al extraño exige un trabajo de desvío, de deriva, que nos haga perder la lógica de las representaciones sociales en provecho del fondo de hábitos y respectivos efectos afectivos que puedan provocar. A ese trabajo de desvío lo denominamos de “análisis de la forma” (PHG, 1951), cuando importa “no tanto lo que está siendo experimentado, recordado, hecho, dicho, con que expresión facial, tono de voz, sintaxis, postura, afecto, omisión, consideración o falta de consideración para con la otra persona, etc. (cursiva de los autores).
El lo otro que surge en las entrelíneas de los discursos y de las acciones del clínico y del consultante no es un pensamiento, una acción o un objeto empírico que podamos rápidamente identificar. En general, lo otro tiene relación con algo que no se deja identificar, ni siquiera por las categorías clínicas que el clínico emplea usualmente en las sesiones de supervisión clínica. Se trata antes de la presencia de hábitos, de estilos de actuar y de pensar que atraviesan la visibilidad de los comportamientos, revelando la copresencia de un fondo invisible, ora en beneficio de una creación, ora en provecho de la inhibición del contacto. Se trata, por lo tanto, de la propia presencia de la función id como aquello que exige, de nuestros actos, trascender lo que es del orden de la personalidad.
Como manifestación de la función id en el campo clínico, lo otro es, simultáneamente, inédito y repetido. Inédito porque el efecto es producido por el comportamiento actual, en el cual se inscribe como bruma misteriosa, anónima. Repetido porque su anonimato es tributario de algo que se perdió, que no se muestra en la actualidad del comportamiento, pero se muestra como horizonte de pasado, origen presumible, orientación heredada. En otras palabras, los consultantes producen en la sesión respuestas que, aunque nunca antes vistas por el clínico, al mismo tiempo, trazan relaciones inactuales, como si estuviesen omitiendo o requiriendo otros gestos, otras palabras, otros significantes que, por consiguiente, son “intuidos” como hablantes, copresentes, provenientes de un lugar anónimo. Lo inédito y lo repetido son aquí apenas dos perfiles de ese otro irreductible e inesperado al que podríamos describir sirviéndonos de las palabras de Jacques Derrida (2004, p. 331-2) para hablar de la iterabilidad:
[...] no hay incompatibilidad entre la repetición y la novedad de lo que difiere. […] una diferencia siempre hace con que la repetición se desvíe. Llamo eso de iterabilidad, o surgimiento de lo otro (itara) en la reiteración. Lo singular siempre inaugura, él llega de todas maneras, de modo imprevisible, como llegador mismo, por medio de la repetición. Recientemente me enamoré por la expresión francesa “une fois pour toutes” [de una vez por todas]. Ella expresa con bastante economía el acontecimiento singular e irreversible de lo que solo sucede una vez y, por lo tanto, no se repite más. Pero, al mismo tiempo, ella abre para todas las sustituciones metonímicas que la llevarán para otro lugar. Lo inédito surge, quiérase o no, en la multiplicidad de las repeticiones. He ahí lo que suspende la oposición ingenua entre tradición y renovación, memoria y porvenir, reforma y revolución. La lógica de la iterabilidad arruina de antemano las garantías de tantos discursos, filosofías, ideologías…
Del punto de vista de la tarea ética de la clínica gestáltica, que es el encuentro con ese lo otro (inédito y repetido) que se manifiesta con y para la elaboración del consultante, cada sesión es única. Cada sesión, en este sentido, caracteriza una clínica. Y una de las principales virtudes de la teoría del self reside justamente en señalar esa singularidad de las vivencias de contacto que caracterizan la experiencia clínica. Con todo, del punto de vista clínico, de aquel que desea, mediante esa manifestación de lo otro con y para el consultante, encontrar un “lugar”, la elaboración de ese “lugar” es algo muy importante. Evidente que no se trata de elaborar tal lugar para el consultante. Se trata, para el clínico, de elaborarlo para sí; lo que él va a hacer en régimen de supervisión. En última instancia, tal elaboración busca favorecer la fluidez en el proceso analítico con el consultante.
El saldo de esa elaboración, sin embargo, también tiene otros efectos. En primer lugar, él hace al clínico reencontrar los límites de su propio proceso como consultante, reencontrarse con lo que es lo otro para él mismo. Ese reencuentro es muy importante, al final, el proceso analítico del clínico es su mejor instrumento de trabajo. Reencontrarlo es siempre una oportunidad de profundizarlo. En segundo lugar, sin embargo, la elaboración del “lugar” que el clínico ocupa en la relación con el consultante tiene un efecto teórico, que es la producción de un saber sobre la práctica clínica, saber ese en relación al cual la teoría del self no es más que una formulación, siendo eso lo que explica en qué sentido, para nosotros, esta teoría es un efecto de la práctica clínica, la elaboración del lugar ético ocupado por el clínico en la relación analítica que lo vincula al consultante.

EL DESVÍO POLÍTICO Y EL CLÍNICO COMO TERAPEUTA
Conforme ya intentamos mostrar en la obra Psicosis y sufrimiento (Müller-Granzotto y Müller-Granzotto, 2012), para la teoría del self, el significante “política” se vincula a la acción establecida por los sujetos de acto a fin de sintetizar, en una unidad presuntiva y virtual, la que llamamos de deseo, las representaciones sociales disponibles y los hábitos (excitaciones) desencadenados por las contingencias sociales presentes (demandas por representación social y por excitación). Objetivamos, en tal unidad presuntiva y virtual, estabilizar como horizonte de futuro el efecto que los hábitos puedan desencadenar en las representaciones sociales a las que estábamos identificados. Por consiguiente, política se relaciona con la tentativa (siempre inminente y nunca realizada de hecho) de dominar al interlocutor, nuestras representaciones sociales, hábitos y afectos espontáneamente surgidos, en un todo presuntivo que llamamos de deseo.
El desvío hacia la función política tal vez sea la práctica más usual en los espacios de actuación (consultorios, grupos, clínica ampliada, etc.) de los terapeutas Gestalt, y eso se debe, en parte, porque las cuestiones políticas son las que con más frecuencia llevan a los consultantes a buscar atendimiento clínico. Vivimos en una cultura pautada, por encima de todo, por relaciones políticas, en que la producción de riqueza depende directa y proporcionalmente de la capacidad de los sujetos para alienar sus acciones en proyectos ajenos. En este proceso de alienación, inclusive, raras son las veces que podemos operar con nuestros proyectos políticos (de producción de riqueza) libremente. El otro social al lado de quien alienamos nuestra acción, cada vez más se articula en los términos de un deseo dominante, que no admite competencia. Si por un momento creemos en la armonía política de los intereses de los sujetos en las democracias liberales, tal se debe a que no miramos para aquellos que los partícipes privilegiados de las democracias liberales engañan, explotan y dominan. Es fácil vincular la libertad de expresión y el libre mercado al desarrollo económico en Estados Unidos, cuando olvidamos a las poblaciones periféricas, cuya mano de obra, materia prima y endeudamiento (en virtud de la transferencia desigual de tecnología) sirven de fuente de riqueza. Cada vez más nuestro tiempo —la forma más codiciada de nuestro cuerpo— es alienado en proyectos de crecimiento económico que, efectivamente, no nos benefician. Si nosotros logramos conseguir salario, se trata de valores que no compran lo que producimos para recibirlo. Si alcanzamos a comprar bienes muebles e inmuebles, luego rápidamente nos damos cuenta que pagamos por ellos mucho más de lo que podemos disfrutar. Peor que eso, luego nos damos cuenta que más rentable que el bien adquirido es la deuda que contrajimos en su nombre. Por más que intentemos organizarnos de manera alternativa, como si pudiésemos ostentar nuestros deseos políticos (de crecimiento económico autónomo), rápidamente notamos que el poder avasallador del otro capitalista nos obliga a hacer negocio con él. Y, si creemos que la dominación a que estamos sujetos se reduce al plano macroeconómico, luego nos deparamos con el poder mediático de los dispositivos de saber, que controlan nuestro cotidiano, como si debiésemos vestirnos, alimentarnos, votar, divertirnos, amar según los intereses de los representantes de la cultura dominante, en general hombres blancos normales heterosexuales. Y no es de extrañar que, a cierta altura, nosotros nos quedemos postrados, deprimidos, desanimados, porque el lugar que el otro nos promete nunca conseguimos alcanzar.
Lo más perverso, sin embargo, son las estrategias de presión o convencimiento creadas por el otro capitalista. Si no logramos crecer, es porque no trabajamos lo suficiente o porque estamos enfermos y necesitamos ser tratados. Nuestro cuerpo —en especial nuestro tiempo— se vuelve objeto de control biopolítico. Necesitamos continuar participando de la lógica del consumo y, cuando no lo conseguimos, tenemos que someternos a tratamientos de salud que mucho recuerdan talleres de reparación de máquinas. La medicalización de los sentimientos, sobre todo de los negativos —como si la tristeza fuese una grave patología¬¬—, además de fundar un rentable mercado consumidor, nos impide poner en cuestión el malestar que vivimos por estar sujetos al deseo dominante del otro capitalista. En vez de indignarnos contra las políticas de cobranza abusiva de intereses, nos sentimos fracasados, deudores, gastadores compulsivos. Y es lamentable, como no raro, las prácticas clínicas sirven de agente de cristalización de esta cultura de dominación. Los “pacientes” y “clientes” son muchas veces inducidos a pensar que el malestar que sienten puede ser resuelto mediante una investigación de las relaciones parentales arcaicas, o del entrenamiento en técnicas de refuerzo de la autoestima, como si decir “Yo soy yo…” fuese una estrategia de fortalecimiento frente al otro, lo que, evidentemente, es un equívoco, por cuanto al otro capitalista lo que más le interesa es que yo crea en mi libertad, en mi capacidad o derecho de consumo. Si es verdad que ya en las relaciones parentales, modos de dominación son experimentados, eso no significa que las relaciones de sujeción vividas en la actualidad de la situación se expliquen por aquellas. Y el trabajo clínico con las vulnerabilidades políticas debe poder ir mucho más allá de la mera aplicación de ficciones metapsicológicas a los conflictos descritos por los consultantes. Uno de los principales temas de la terapia Gestalt de PHG fue justamente alertar sobre el hecho de que, si una forma arcaica (como una evitación, por ejemplo) sobrevive en la situación actual, eso se debe a la presencia de una demanda que la exige. La intervención clínica jamás puede ignorar el papel de los demandantes, el papel de los dispositivos de saber vehiculados por la prensa, la astucia del otro capitalista en hacernos exigir, de nosotros mismos, que seamos individuos exitosos.
De hecho, el desvío rumbo a la función de acto, rumbo a las fantasías o formulaciones políticas con que cada uno busca operar con lo otro (con las excitaciones) junto con los semejantes (organizados como otro social), necesita considerar la temática del poder. Al final, el poder es la manera como cada cual sujeta al semejante o se sujeta a las posibilidades de acción ofrecidas por él. Por consiguiente, cabe al clínico, ahora como terapeuta, orientar las relaciones de poder sobre las cuales el consultante habla. No se trata, sin embargo, de un “hablar sobre”. La manera más efectiva de que un clínico ayude a un consultante a apropiarse del modo como entre ambos se establece una relación de poder. Y esa puntuación debe poder estar apoyada en la propia actualidad de la vivencia clínica. En cierta medida, en la condición de terapeuta, el clínico gestáltico es aquel que ayuda al consultante a apropiarse del modo como entre ambos se establece una relación de poder. Solamente así el clínico podrá ayudar al consultante a responsabilizarse e implicarse en los procesos de cambio y acomodación en relación a aquellos que representan oportunidades y vulnerabilidades en la construcción de proyectos políticos. No se trata, como hace el psicoterapeuta, de encontrar las causas por las cuales el consultante fue sujetado al poder ajeno. Menos aún de establecer metas, como si el consultante las debiese cumplir acaso quisiese cambiar su condición política. El clínico gestáltico, haciendo las veces de un terapeuta, o acompañante terapéutico, privilegia el advenimiento de la espontaneidad creativa, provócala, sin comprender exactamente a qué punto ella lo conducirá, o la razón de que ella suceda así. Se trata, en este sentido, de una clínica del acto, de la acción, del acontecimiento.

EL DESVÍO ANTROPOLÓGICO Y EL CLÍNICO COMO CUIDADOR DE LAS RELACIONES VINCULARES
Antes de discutir el sentido clínico del desvío rumbo a la función personalidad —desvío este que define el trabajo clínico como una especie de cuidado—, cumple aclarar como entendemos el significante “antropología”. Para nuestros propósitos, él tiene su uso orientado por la manera crítica como leemos la antropología de Jean-Paul Sartre (1942). Basado en la idea de una fuente insuperable e irreductible —que es su teoría de la conciencia—, Sartre aboga que la unidad de esa conciencia siempre se produce en la trascendencia, como una existencia humana en situación, en la praxis histórica. La antropología, para él —entendida como el objeto primero del filosofar—, es el estudio de esa praxis histórica. Se trata de una investigación del hombre y del humano como la realización (siempre parcial) de la unidad de la conciencia en la trascendencia. Según Sartre (1966, p. 95):
[...] en cuanto interrogación sobre la praxis, la filosofía es al mismo tiempo interrogación sobre el hombre, quiere decir, sobre el sujeto totalizador de la historia. Poco importa que ese sujeto sea o no descentrado. Lo esencial no es lo que hizo del hombre, sino lo que él hace de lo que hicieron de él. Lo que se hizo del hombre son las estructuras, los conjuntos significantes que las ciencias humanas estudian. Lo que el hombre hace es la propia historia, la superación real de esas estructuras en una praxis totalizadora. La filosofía se sitúa en el espejo. La praxis es, en su movimiento, una totalización completa; pero nunca alcanza sino totalizaciones parciales, que serán a su vez superadas.
Para nuestros propósitos, adherimos a la comprensión de que, en la trascendencia (entendida como actualidad de la situación concreta y social), el hombre se ocupa de superar las estructuras en que reflexiona la unidad de su propia praxis histórica, y de que eso es lo mismo que hacer historia. Adherimos a la comprensión de que la antropología es el estudio de esa praxis histórica y de la tentativa humana de superarla. Pero, ni por eso, necesitamos gravar a la antropología con la suposición de que tal praxis, así como las tentativas de comprenderla y superarla, estaría animada por una fuente insuperable e irreductible, que es la conciencia (en la calidad de acción nadificadora, acto de libertad en curso).
Que haya tal fuente, o que ella se imponga en la praxis histórica como una exigencia trascendental de unificación, eso es para nosotros una cuestión a discutir y no un principio, como parece ser para Sartre. He ahí en qué sentido nosotros conjeturamos, como un eventual motivo (ausente, por ejemplo, en las formaciones psicóticas) que justificase las acciones de superación de las identidades históricamente constituidas, la copresencia de una alteridad radical, cual lo otro (o función id). Si es verdad que, en la praxis histórica, nos ocupamos de operar síntesis del pasado en dirección al futuro, tales síntesis no parecen ser consecuencia de una exigencia interna o trascendental, antes un efecto de la presencia del extraño que se nos presenta según la demanda del semejante. Preferimos pensar que la praxis histórica está motivada mucho antes por la alteridad que por una supuesta unidad que nos antecedería.
El desvío clínico rumbo a una dimensión antropológica es, para nosotros, el desvío en la dirección de aquellos temas en que se expresa una praxis histórica por la cual el consultante siente orgullo, honra, desprecio, miedo, en fin, con la cual está identificado. Evidente que no es fuera de lo común que los consultantes repitan historias (cual habla hablada) sin darse cuenta de los sentimientos que nutren por ellas, así como es común que las personas no se den cuenta cuanto están vinculadas a determinadas representaciones frecuentes en sus discursos. Si tales representaciones movilizasen al clínico —porque sintiese admiración por las ideas, valores, instituciones o conquistas mencionadas por los consultantes—, el profesional podría perfectamente compartir su sentimiento, abriendo para ambos una línea de comunicación en torno de algo que les es común y además de que se sienten hermanados. De esta forma el clínico trabajaría para la construcción de un vínculo eminentemente antropológico, en que la humanidad de cada cual podría reflexionarse.
Es cierto que, en general, los consultantes traen a las consultas vivencias de desconstrucción de los valores antropológicos a los que estaban identificados. O, incluso, suelen venir a las sesiones para hablar de aquello que perdieron, o que todavía no recibieron. Son discursos sobre vulnerabilidades antropológicas que estén viviendo, como en las situaciones en que necesitan lidiar con los efectos de accidentes y desastres, enfermedades y lutos. En estas ocasiones los consultantes a veces necesitan pedir ayuda, aunque además no sepan cómo, a quien o por qué hacerlo. Es ahí entonces que los clínicos son requeridos para actuar como cuidadores, más que como terapeutas o analistas, pues, en situaciones de vulnerabilidad antropológica, los sujetos están desprovistos de las condiciones humanas que les permitirían una praxis ejercida de forma autónoma. He ahí porque los clínicos, en la función de cuidadores, necesitan ir mucho más allá del consultorio, participando efectivamente de las situaciones puntuales que lo exigieren cerca del consultante. Los clínicos van a hospitales, notarías, albergues, acompañan a sus consultantes donde ellos estuvieren para, así, ayudarlos en la reconstrucción de sus humanidades. En cierta medida, el trabajo de los clínicos incorpora aspectos del trabajo del clínico dogmático, como si representase para el consultante los saberes y poderes de los cuales este estaría necesitando. Sin embargo, diferentemente del clínico dogmático, el clínico gestáltico (en la función de cuidador de los vínculos antropológicos) no ejercería ese saber, ya que su interés no es resolver el problema antropológico del consultante, no es hacer por él, representarlo de hecho. Se trata tan solo de auxiliarlo a reencontrar en sí la disponibilidad para al menos pedir ayuda, enterarse de lo que quiere y puede hacer, sirviéndose del clínico como auxiliar.
Por fin, vale decir que, incluso actuando como cuidador de las relaciones vinculares que constituyen la dimensión antropológica (o función personalidad) vivida por el consultante, eso no significa que las otras funciones del self no se hagan presente al clínico. Ellas están todas allí, en el campo de presencia que él comparte con el consultante. Y la elección de una o de otra es una construcción colectiva en el aquí y ahora de la situación clínica. Lo más importante es que el clínico esté disponible para el ejercicio del desvío, del paso de una dimensión a otra, siempre que la situación en el campo así lo exija, buscando favorecer una tolerancia ante la ambigüedad de cada cual, especialmente del mismo. Al final, tal como el consultante, también el clínico es una totalidad abierta, dividida, al mismo tiempo identificada a determinadas representaciones vehiculadas por los consultantes, ocupado con proyectos políticos nacidos en la relación clínica, afectado por algo extraño, cual lo otro.

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1. Marcos José Müller es doctor en Filosofía, profesor, orientador e investigador en la Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil, psicólogo clínico y terapeuta gestáltico, con especial dedicación a la clínica de los ajustes psicóticos. Autor del libro Merleau-Ponty acerca da expresão (Porto Alegre: Edipucrs, 2001) y coautor de Fenomenología y Terapia Gestalt (Santiago de Chile: Cuatro Vientos, 2009), Clínicas Gestálticas (São Paulo: Summus, 2012), Psicosis y Creación (São Paulo: Summus, 2013) y Biopoder, Totalitarismo y la Clínica del Sufrimeiento (São Paulo: Summus, 2013).

2. Rosane Lorena Granzotto es magíster en Filosofía, psicóloga clínica, terapeuta gestáltica, directora del Instituto Granzotto de Psicología Clínica Gestáltica en Florianópolis, Brasil, donde desarrolla la clínica con adultos y parejas e imparte cursos de Especialización en Terapia Gestalt. Coautora de Fenomenología y Terapia Gestalt (Santiago de Chile: Cuatro Vientos, 2009), Clínicas Gestálticas (São Paulo: Summus, 2012), Psicosis y Creación (São Paulo: Summus, 2013) y Biopoder, Totalitarismo y la Clínica del Sufrimiento (São Paulo: Summus, 2013).

3. Garcia-Roza (1995, p. 67), por ejemplo, recuerda que, en los Tres ensayos sobre la sexualidad (1905d), al definir la pulsión como “desvío”, Freud nos autoriza a recorrer la historia de la filosofía, en la cual encontraremos otros usos semejantes para la noción de “desvío”. Garcia-Roza (2003, p. 18) tiene aquí presente la noción de clinamen empleada por Lucrecio según Epicuro.

4. Garcia-Roza (1995, p. 69) dice que “no haría ninguna restricción para que se pensase la pulsión como desvío, siempre que se definiese previamente como ese desvío está siendo definido. Una cosa es que definamos el desvío como desvío del orden, esto es, como secundario en relación a un orden que es primero; otra cosa es que definamos el desvío como siendo primero, desvío original. La filosofía nos ofrece un excelente ejemplo de esa diferencia: la diferencia entre las filosofías de Epicuro y de Lucrecio. En ambas la noción de desvío es fundamental – parenklesis para Epicuro y clinamen para Lucrecio”. Para Garcia-Roza, la noción freudiana de pulsión está relacionada a la segunda acepción de desvío, como veremos a continuación.

5. Conforme Ilya Prigogine (2005, p. 9), Lacan, en su obra tardía, también se sirve del significante clinamen para designar una especie de emergencia flotante de la letra como aquello que produce desvío en la cadena simbólica. Pero otros pensadores, como Gilles Deleuze y Michel Serres, recurrieron a esa noción con propósitos y usos distintos. En un anexo de la Lógica del sentido, Deleuze (1969) emplea la noción de clinamen con el objetivo de subrayar que el pensamiento es tan veloz como el quantum mi- nimum de tiempo. Michel Serres (1977), a su vez, hace uso de esa misma noción para hacer frente a la hegemonía de la mecánica (de los sólidos) en la razón occidental, la cual es isomórfica a la violencia antropológica que caracteriza la historia. Interesa a Michel Serres mostrar que ya en Lucrecio podemos localizar la idea de un torbellino que, cual preorden, constituye el mundo de manera no teleológica.
Para Batista (2007), “Tito Lucrecio Caro (95-54 a.C.) es conocido por haber escrito aquel que es, tal vez, el mayor poema filosófico de la Antigüedad: el De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas). A partir de una tradición de pensamiento que remonta a Leucipo y Demócrito y, sobre todo, a Epicuro, Lucrecio retoma y profundiza las tesis atomistas que colocan a la casualidad como fuerza creadora de todas las cosas. Así, el pensamiento de Lucrecio es, pues, un naturalismo ocupado en pensar la naturaleza no como una potencia exterior que informa la materia, sino como la naturaleza de las cosas (rerum) en su existencia dispersa. Pero el naturalismo de Lucrecio es también una ética que afirma al placer como bien máximo e identificado a la imperturbabilidad de los dioses (tranquilla pax; placida pax; summa pax). Es a través de ese camino que el tema del comportamiento regular de la naturaleza reaparece en el poema: el conocimiento de la naturaleza es la condición necesaria para la identificación de lo falso y de los temores que de él resultan. Vale decir, de este modo, que el pensamiento de Lucrecio no prescinde de la afirmación de un tipo de necesidad natural. Así, se puede afirmar que la articulación entre los temas aparentemente divergentes de una casualidad soberana y de una necesidad natural es el leitmotiv del De rerum natura. Lucrecio piensa la estabilidad y el equilibrio no como formas primeras que anteceden la fundación de la naturaleza de las cosas, sino como efectos solidarios de un movimiento universal que comporta en una misma medida lo inestable y el desequilibrio”.
Para algunos investigadores, como Motta Pessanha (1988), el término “desvío”/clinamen ya está presente en las formulaciones de Epicuro, no obstante tantos otros, como Rosset (1989) y Vernant (1986), defiendan que se trata de una lectura que Lucrecio hizo respecto del desvío/parenklesis, este, sí, presente en Epicuro. De todos modo, bajo la forma de clinamen o parenklesis, en Epicuro, la noción de “desvío” traduce la manera como en su física los átomos divergen de su propia orientación natural, lo que les propicia el encuentro y la aglomeración. Separándose del rígido mecanicismo de la física de los primeros atomistas, Epicuro (de acuerdo con Pessanha, 1988, p. XI) afirma que, sin ninguna razón mecánica, los átomos, en cualquier momento de sus trayectorias verticales, pueden desviarse y chocar. El desvío aparece, entonces, como la introducción del arbitrio y del imponderable en un juego de fuerzas estrictamente mecánico. Incluso conforme con